¿Eres una persona con un alto deseo de control?

Dos de las principales diferencias que podemos encontrar en la personalidad de la gente tienen que ver con las creencias de control: el control percibido y el deseo de control.

  • El control percibido se refiere a las expectativas que tenemos sobre nuestras propias capacidades para conseguir alguna tarea que nos propongamos. Así, una persona con alto control percibido dirá “seré capaz de hacerlo, tengo las habilidades y si no las tengo, las desarrollo”, mientras una persona con bajo control percibido dirá algo así como “no creo que pueda hacerlo”.
  • Por su parte, el deseo de control (DC) indica la medida en la que una persona se esfuerza por tomar sus propias decisiones, por controlar lo que sucede a su alrededor, influir en los demás o asegurarse de que las cosas salgan como ella que cree que deben salir.

Hoy hablamos de las personas con alto deseo de control, porque quizás estés entre ellas, quizás te reconozcas cuando decimos que este tipo de personas están muy motivadas para establecer control sobre las situaciones de la vida.

Si te encuentras entre ellas, o conoces a alguien así te habrás dado cuenta de que te cuesta mucho aceptar sucesos inesperados que la vida te pone en el camino, pues estás acostumbrado a ser tú quien controla lo que te pasa.

Prefieres llevar las riendas, no depender de nadie y asumir papeles de liderazgo en grupos de personas.

El deseo de control es adaptativo y productivo cuando las situaciones son controlables. Son muchos los estudios que demuestran las potencialidades de las personas con alto DC:

  • persisten en los objetivos,
  • logran metas más elevadas
  • completan tareas difíciles
  • mantienen altos niveles de motivación.

Todo esto es fantástico, ¿no? Exactamente, pero, ¿qué pasa cuándo una situación no es controlable?

Últimamente me he encontrado con varias personas que mostraban altos niveles de frustración por la dificultad para gestionar situaciones que se escapan de su control. Personas de alto desempeño, exitosas, acostumbradas a tener el control sobre todo o casi todo lo que les pasa.

Cuando el control se ve amenazado o perdido, estas personas corren el riesgo de desarrollar ansiedad, depresión o comportamiento defensivos y dominantes.

Dicen que uno de los más grandes y difíciles aprendizajes de la vida es el de saber diferenciar aquellas cosas que dependen de nosotros y aquellas otras que no, con el fin de luchar cuando podemos hacer algo y aceptar cuando algo está más allá de nuestras manos.

Quizás la clave esté en replantear el control, aprender que el control tiene diferentes niveles; “quizás no pueda decidir (controlar) si estar enfermo o no, pero puedo decidir (controlar) qué hacer para llevar mi enfermedad lo mejor posible”

“Quizás no pueda decidir quedarme embarazada, ahora me queda decidir qué alternativas tengo ante esta nueva situación”

Si te ves reflejado o reflejada en alguna de estas situaciones, recuerda que siempre puedes pedir ayuda, si crees que tus niveles de ansiedad, de tristeza o de agobio por no poder controlar una situación están yendo más allá de lo que deben, pide ayuda.

Un buen profesional te enseñará a:

  • Afrontar el estrés y la ansiedad.
  • Conocer y modificar las creencias limitantes.
  • Restablecer metas y objetivos.
  • Recuperar la motivación.

Recuerda: pedir ayuda te hace grande.

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Fuente:  Laura López-Molina – Taispd.com

Cinco fallos de memoria que nos afectan a todos

Ideas plagiadas sin saberlo, incapacidad para reconocer a la persona con quien hablamos o tener una palabra en la punta de la lengua, pequeñas «psicopatologías» de la vida cotidiana que nos afectan todos

1 – Te conozco… Pero no sé de qué

Uno de los fallos cotidianos de la memoria es la incapacidad para identificar a una persona «conocida» fuera su contexto

¿A quién no le ha ocurrido en alguna ocasión?: Te encuentras con alguien que te habla con gran familiaridad, sabes que le conoces, pero no consigues ubicarle. ¿Un compañero de trabajo tal vez? ¿Alguien del gimnasio? La sensación es muy incómoda… Tratas de extraer pistas de la conversación, pero nada… En ocasiones no queda más remedio que comentar, “perdona, pero no consigo ubicarte”. Otras veces, por cortesía, poner cara de póquer y tratar de salir del paso.

Este es uno de los ejemplos más típicos de “paramnesia” cotidiana, es decir, distorsiones de la memoria. El término paramnesia fue introducido por el médico alemán Emil Kraepelin, considerado el fundador de la psiquatría moderna. Esta incapacidad para ubicar a una persona que conocemos pero que vemos fuera del lugar habitual con el que normalmente la asociamos es una paranmesia de reconocimiento sin recuerdo.

A estos errores aparentemente sin importancia, Sigmund Freud los denominaba parapraxias y forman parte de la “Psicopatología de la vida cotidiana”, una obra que publicó en 1901. El padre del psicoanálisis denominaba actos fallidos a estas experiencias, que considera frutos de deseos ocultos, o de traiciones del “inconsciente”.

2 – Lo tengo en la punta de la lengua…

Este fenómeno es más frecuente cuando estamos muy cansados

“Lo tengo en la punta de la lengua”, decimos gráficamente. Sin embargo, lo que aflora a nuestra mente son otras palabras parecidas, pero no la específica que estamos buscando: las que empiezan igual, las que suenan parecido, los sinónimos… Es también frecuente que ocurra con los nombres propios.

Las personas bilingües son más propensas a estas malas pasadas de la memoria, que como en el caso anterior se encuadran en las paramnesias del recuerdo. Un truco que suele funcionar para encontrar la palabra adecuada es no empeñarse en buscarla, porque cuando lo hacemos afloran también las similares y compiten con la “buena”. Si distraemos la atención un momento es más fácil que aflore la correcta. Estos fallos de memoria se acentúan con la edad.

3 – ¿Cómo he llegado hasta aquí?

A veces somos incapaces de recordar el camino recorrido. Se debe a que funcionamos con el «piloto automático»

Otra inquietante sensación que a casi todos nos ha asaltado alguna vez y que puede ocurrir, por ejemplo, cuando conducimos o cuando recorremos a pie un camino muy habitual: ¿Cómo he llegado hasta aquí? No logramos recordar los detalles del camino, que evidentemente hemos recorrido. Parece como si hubiera habido un salto en el tiempo.

En realidad es un efecto del “sobreaprendizaje” y se produce cuando llevamos a cabo actividades que tenemos tan interiorizadas que podemos hacer casi de forma automática, sin prestar atención. De hecho este fenómeno, conocido también como laguna temporal,suele ocurrir precisamente por esa falta de atención, innecesaria cuando tenemos hábitos muy automatizados que no requieren nuestra supervisión. Es lo que ocurre en el camino a casa que hacemos todos los días. Sólo algo que rompa la secuencia habitual es capaz de hacernos pasar del “modo automático” al “manual”.

Algo parecido nos pasa cuando, repentinamente nos asalta la duda de si hemos cerrado con llave la puerta de casa o del coche. Ocurre porque es algo que hacemos “de oficio”, sin prestar atención y cuando intentamos recordarlo nos resulta muy difícil. Suele funcionar tratar de recordar lo que estábamos pensando cuando llevábamos a cabo esa mecánica acción. Gracias a ello, puede aparecer la imagen de lo que queremos comprobar.

4 – ¡Qué idea tan genial! ¿…O no?

Los «recuerdos ocultos» están en la base de algunos plagios

En ocasiones los recuerdos no se reconocen como tales, sino que se experimentan como ideas originales. Y es más habitual de lo que podríamos pensar. En especial se pone de manifiesto en el mundo artístico (hay casos famosos de denuncia de plagio que pueden ser inconsciente) y también en el científico. Pero es probable que a todos nos haya pasado alguna vez, aunque no nos hayamos dado cuenta de ello, ya que es muy habitual.

Creemos que hemos tenido una idea genial, aunque en realidad ha salido de nuestras lecturas o de algo que hemos escuchado. Sin embargo, cuando la idea aflora, la sensación de familiaridad que debería acompañarla no se produce y se experimenta como original y propia. Se cree que se debe a que ese recuerdo no se ha integrado en la memoria episódica. A este fenómeno se le denomina “criptomnesia” o recuerdo oculto. En este caso se trata de una paranmesia de recuerdo sin reconocimiento, el caso inverso a los anteriores de la punta de la lengua o la incapacidad para recordar de qué conocemos a alguien.

Este fallo de memoria fue alegado por el abogado de George Harrison para defenderle de la acusación de plagio por su canción «My Sweet Lord». Incluida en el álbum “All Things Must Pass”, publicado tras la disolución de Los Beatles, la canción recordaba sospechosamente a otra de la banda femenina de los 60 “The Chiffons”. El hecho no “pasó desapercibido” y fue denunciado. Finalmente, después de varios años de litigio, Harrison fue multado por «plagio inconsciente» o criptomnesia.

5 – ¡Esto ya lo he vivido!

En situaciones de estrés creemos reconocer escenas que nunca antes habíamos visto

La sensación de vivir de nuevo un fragmento de nuestra propia vida no es infrecuente. Seis de cada diez personas la experimentan al menos una vez en la vida, sobre todo en la juventud o en determinadas condiciones como agotamiento, estrés, traumas o enfermedad. El cine y la literatura se han ocupado de esta sensación denominada Dèjá vu o “ya visto” para darle explicaciones fantásticas. La neurociencia ofrece una versión más ajustada a la realidad.

La expresión “dèjá vu” o “ya visto” lo acuñó el filósofo Emile Boirac en 1876, aunque probablemente se inspiró en el poema “Caleidoscopio” del escritor francés Paul Verlaine, que empleó realmente la expresión “dèjá vecu” o “ya vivido”. Finalmente, en 1896, el doctor Arnaud introdujo el término “dèjá vu” en la literatura científica, para referirse a esas experiencias que nos producen la sensación de “ya vistas” o “ya vividas”.

Esa sensación vaga de repetición asociada al «déjà vu» (ya visto) es conocida desde antiguo y llevó a los seguidores de Pitágoras a considerarla una prueba de la reencarnación. Una idea que aún sigue pareciendo atractiva a muchos, a pesar de que para los expertos carece de fundamento científico. Sigmund Freud creía que estas experiencias eran consecuencia de deseos reprimidos o recuerdos relacionados con un acontecimiento estresante que ya no eran accesibles a la memoria. Se trataría, desde su teoría, de un mecanismo de defensa que nos protege frente a las vivencias traumáticas.

Para Douwe Draaisma, profesor de Historia de la Psicología de la Universidad de Groningen (Holanda), «los “déjà vu” son el producto de tres ilusiones: Se perciben como un recuerdo, aunque no lo son; te hacen creer que sabes lo que va a ocurrir cuando en realidad no puedes predecir nada; y producen un temor vago que carece de fundamento», explica esu libro «Por qué el tiempo vuela cuando nos hacemos mayores» (Alianza Editorial, 2006).

Para Draaisma, la explicación más plausible es la que propuso en 1906 el psicólogo holandés Gerard Heymans y que estudios posteriores parecen corroborar: la sensación de «déjà vu» se produce por un fallo momentáneo en la concentración que hace que percibamos débilmente lo que nos rodea. Recuperada la concentración, percibimos de nuevo plenamente la situación, y además nos llega un vago eco de la anterior percepción que es precisamente lo que nos provoca la inquietante sensación de familiaridad. Esta teoría explicaría por qué la sensación de «ya visto» suele aparecer preferentemente en situaciones de estrés.

Habitualmente la sensación de «ya visto» tiene un inicio repentino y se interrumpe con rapidez precisamente por el asombro que causa la propia experiencia de creer recordar algo que, en realidad, está sucediendo en ese preciso instante, lo que hace que su estudio sea bastante escurridizo.

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Fuente: Pilar Quijada – ABC.es

Una clase dividida – El ALUCINANTE experimento de la profesora Janes Elliot (1968)

Jane Elliot era una joven profesora cuando realizó este experimento por primera vez en 1968, a raíz del asesinato de Martin Luther King por un segregacionista blanco. La activista contra el racismo, defensora de los derechos de la comunidad LGTB y feminista, realizó un ejercicio con sus alumnos para demostrarles, no solo a ellos sino al mundo, lo absurdo de discriminar, en este caso,  por el color de piel. Más de cuatro décadas después, su prueba sigue siendo un ejemplo de investigación psicosocial al que debemos prestarle atención.  

El viernes 5 de abril de 1968, un día después del asesinato de Martin Luther king Jr., la maestra Jane Elliot les preguntó a sus alumnos si es que en los Estados Unidos había personas a las que se les tratara distinto. Los niños, que bordeaban los ocho años, respondieron que sí: “Los negros, los indios y los asiáticos”. Al consultarles qué sabían sobre ellos, los alumnos describieron a estos grupos con estereotipos raciales. Es así que la maestra les propuso realizar un experimento. Los niños, entusiasmados, respondieron afirmativamente.

La maestra Elliot dividió a los alumnos en dos grupos: los que tenían ojos azules y los que tenían ojos marrones. Le dijo a la clase que los primeros eran superiores a los segundos e hizo que los de ojos azules les colocaran collares de tela a los de ojos marrones para marcar más las diferencias.

La profesora les dio a los niños de ojos azules una serie de privilegio sobre sus compañeros: ellos tendrían cinco minutos extras en el recreo, doble ración de comida a la hora del refrigerio y podían beber agua del bebedero con normalidad. Mientras tanto, los de ojos marrones tenían que usar vasos de cartón con sus nombres, no podían usar los juegos del patio y no debían juntarse con los otros niños. Además, cuando se presentaba la oportunidad, Elliot destacaba los aspectos negativos de estos últimos.

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Los niños de ojos azules mejoraron su rendimiento mientras que los discriminados decayeron en el suyo. Para sustentar su accionar, la profesora hizo uso de explicaciones pseudocientíficas, afirmando que la melanina, responsable de determinar -entre otras cosas- el color de los ojos, influía también en la inteligencia de cada grupo, siendo más favorable para los que tenían ojos azules. Por la tarde de ese mismo día, los niños discriminados declararon: “Parecía que todo lo malo nos sucedía”. “La manera en la que nos trataban nos hacía sentir sin ganas de hacer nada”. “Parecía que la señorita Elliot nos estaba quitando a nuestros mejores amigos”.

Al segundo día, la maestra les tuvo otra sorpresa. Esta vez los papeles se invirtieron:

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Los niños de ojos marrones recibieron los privilegios que antes tuvieron sus compañeros y a los de ojos azules se les colocó el collar de tela y fueron tratados en forma discriminatoria. Los niños de ojos marrones -esta vez los superiores de la clase- tardaron algunos minutos en acostumbrarse pero los resultados fueron asombrosos. Cuando se les tomó el tiempo para resolver tareas, lo hicieron más rápido que el día anterior.

La señorita Elliot les preguntó a todos cómo se habían  sentido con el experimento los días anteriores. Inmediatamente, estalló una lluvia de quejas sobre lo mal que se habían sentido. Cuando Elliot les preguntó si debería influir el color de la piel en cómo se trata al resto, los niños solo tenían una respuesta para ella: “No”.

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Este experimento fue grabado en 1970 y el vídeo fue incluido en el documental A class divided (1985) de William Peters, donde se reunió a la misma clase 15 años después para preguntarles cómo había influido este episodio en sus vidas. En él, la profesora Elliot declaró: “Vi cómo estos increíbles niños se convirtieron en discriminadores de tercer grado en 15 minutos”.

 

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Fuente: María Pia Arriola – dedomedio.com