La química del amor materno

Un niño nace diseñado para enamorar a su madre por una cuestión de  supervivencia. Llega al mundo indefenso y durante un tiempo dependerá de quien  asuma la función de alimentarle, consolarle, estimularle… Suele ser la madre  quien se encarga de esos cuidados durante el aterrizaje del niño en la vida.  Ella no puede dejar de mirarlo, de pensar en él, de querer cuidarlo. Cuando el  bebé empieza a sonreír, se activan en el cerebro de la madre regiones  relacionadas con la recompensa. Así que ella se engancha a las sonrisas y las  monerías de su retoño. Gracias a los avances neurocientíficos se empieza a saber  mejor cómo influye el amor de madre en el cerebro del niño.

Beso padres e hijo(2)Ese vínculo entre una madre y su bebé es un complejo entramado de factores  hormonales, neuronales, psicológicos y sociales. Muchas investigaciones avalan  que el amor maternal no sólo es fundamental para un buen desarrollo cerebral del  niño, sino que también es una excelente inversión para la salud mental del  futuro adulto.

“Al nacer sólo tenemos desarrollado el 25% del tamaño del cerebro”, señala Adolfo Gómez Papí, neonatólogo del hospital Joan XXIII de  Tarragona y profesor de la Universitat Rovira i Virgili. “El 75% restante –continúa– se desarrolla durante los dos o tres primeros años de vida. Aunque  luego el cerebro puede cambiar, las estructuras básicas están formadas a los  tres años. Y cómo se vayan desarrollando dependerá mucho del tipo de  alimentación y de la relación que el hijo establezca con su madre”.

También influyen los genes y que, poco a poco, el niño se abrirá a otras  figuras importantes para su evolución, como su padre. Pero, al principio, casi  todo el horizonte del niño será el amor de su mamá –o de su cuidador principal,  en el caso de que sea el padre, por ejemplo–. Como explica Enrique  García Bernardo, psiquiatra del hospital Gregorio Marañón de Madrid, “el bebé recibe importante información emocional de su madre; ella le habla, lo  acaricia, le canta, lo acuna, le sonríe…”. Empatiza con él, ríe con él, sufre  con él. Lo ama. Y ese amor de madre va tejiendo el vínculo entre ellos,  desarrollando el cerebro del niño, programando las conexiones entre las  neuronas.

Un intercambio afectivo entre el hemisferio derecho de la madre y el de su  hijo, como ha escrito en un artículo Allan Schore, profesor del  Departamento de Psiquiatría de la Universidad de California-Los Ángeles (Estados  Unidos) y uno de los principales investigadores del vínculo entre madre e hijo.  Porque, como apunta Gómez Papí, “en el niño predomina sobre todo el hemisferio  derecho, que tiene que ver con las emociones”.

Así que entre madre e hijo se da una intensa comunicación emocional. El  idioma del bebé son sus llantos cuando tiene hambre o sueño, sus sonrisas, sus  balbuceos… Y, el de ella, los besos y las palabras de amor que le dedica, los  abrazos que lo consuelan, el alimento que le da, estar cerca de él… Un diálogo  muy especial, cuyo código a veces parecen conocer únicamente la madre y el niño,  y que moldea el cerebro del pequeño.

El recién nacido tiene unos 100.000 millones de neuronas. Y  en los primeros años de vida se van a formar billones de conexiones entre ellas.  Más o menos al final del primer año, señala Gómez Papí, se produce una poda  neuronal. Ya hay billones de conexiones y, como el cerebro quiere economizar  recursos, “poda las conexiones menos empleadas; si el apego con la madre ha sido  seguro, se habrán formado muchas conexiones que tienen que ver con la seguridad,  y esas conexiones se mantendrán”.

El cerebro se habrá preparado para vivir en un entorno seguro, así que el  niño empezará a percibir la vida como un lugar seguro: me consuelan cuando estoy  mal, quizás no tengo que temer al mundo. Una buena forma de encarar su futuro. “Tendrá más ganas de explorar. Los niños que no han tenido un buen vínculo son  más inhibidos”, explica Ibone Olza, psiquiatra infantil del  hospital Puerta de Hierro de Majadahonda (Madrid) y profesora de la Universidad  Autónoma de Madrid. “Una de las funciones más importantes de la madre –afirma– es regular las emociones de su pequeño. Es básico que le dé el consuelo que  necesita. No es tan importante que acierte siempre si el niño tiene hambre o  sueño cuando llora. Lo importante es que responda a su llamada para que este  tenga más ratos de bienestar y menos de malestar”. Así, el niño siente que la  persona más importante para él está disponible cuando la necesita. Y empieza a  gatear por la vida con confianza.

Una buena base para la salud mental del futuro adulto. Como comenta García  Bernardo, “una adecuada relación con la madre en los primeros años es un factor  que ayuda mucho a la salud mental del adulto, aunque no lo es todo, porque la  vida es muy larga”. Visto desde el lado amargo, numerosos estudios señalan que  los niños que han vivido un apego inseguro porque han sufrido negligencias o  abusos por parte de sus cuidadores principales tienen mayor riesgo de sufrir  depresión, ansiedad o trastornos de personalidad durante su adultez. Y ¿cuántos  niños viven un apego seguro? Según algunas investigaciones, aproximadamente el  75% establece un apego seguro, un vínculo cercano afectivamente y estable, con  sus madres. “Las madres ejercen de madres desde hace ya años, y, en general, lo  hacen bien”, recuerda García Bernardo. Unos primeros años de vida complicados no  tienen por qué ser una condena de por vida. “El niño puede encontrar más  adelante otras figuras de referencia. Y el cerebro es plástico, puede adaptarse.  Se ve en los niños adoptados”, añade Adolfo Gómez Papí.

Algunas investigaciones sobre los cuidados maternos se centran en cómo  afectan las primeras experiencias en la forma de afrontar el estrés a lo largo  de la vida. Michael Meaney, profesor de Psiquiatría en la  Universidad McGill, en Montreal (Canadá), es uno de los principales  investigadores en este campo. En uno de sus experimentos participaron un grupo  de personas de entre 18 y 30 años que dieron una puntuación elevada en un  cuestionario sobre los cuidados maternos recibidos y un grupo de personas que  dieron una puntuación baja. Les pidió que realizaran una tarea aritmética mental  delante de una pantalla que les informaba sobre los errores que cometían y el  tiempo que tardaban en resolver los problemas. Una inyección de estrés para ver  cómo respondían. Y las personas que habían tenido buenos cuidados maternos  segregaban menos cortisol, la principal hormona que se activa en el estrés.

“Cuanto menos cortisol se segrega, menos reactividad al estrés”, señala Roser Nadal, profesora del Instituto de Neurociencias de la  Universitat Autònoma de Barcelona. Es decir, se afrontan con mayor tranquilidad  los retos de la vida. Y la relación entre cuidados maternos y estrés en el  futuro adulto se ha comprobado una y otra vez al estudiar los estilos de crianza  de las ratas, que tienen un sistema nervioso parecido en algunos aspectos al de  los humanos. Hay ratas que ejercen de madres con más entrega que otras. “Depende  de si les dan a sus crías las suficientes caricias y lametones que estas  necesitan y de cómo las amamanten. Algunas arquean su cuerpo para proteger bajo  él a sus crías mientras maman y otras se ponen de lado y pasan de todo. Hemos  visto que estas conductas activan o desactivan genes relacionados con el estrés.  Y queda afectada la respuesta de las crías al estrés”, añade Nadal. Los cuidados  de las madres dejan una marca en el cerebro y también en los genes. Algo que,  según Meaney, parece confirmarse en estudios realizados con seres humanos. “Es  lo que se conoce como epigenética: el ambiente modula la expresión de los  genes”, dice Nadal.

Que madre e hijo formen un buen equipo afectivo puede favorecer además el  desarrollo cognitivo del niño y ayudarle a sacar mejores notas. En buena medida,  porque probablemente crecerá con más seguridad y estará más motivado. Aunque  otro de los factores que explicarían este mejor rendimiento escolar es que los  niños que han recibido buenos cuidados maternos podrían tener el hipocampo  (estructura cerebral fundamental para el aprendizaje y la memoria) más  grande.

En el 2012, investigadores de la Universidad de Washington en San Luis  (EE.UU.) publicaron un estudio sobre la influencia de un buen vínculo maternal  en el hipocampo de los niños. Primero, analizaron el tipo de relación que tenía  con sus cuidadores principales –el 96,7% eran las madres biológicas– un grupo de  niños de entre cuatro y siete años. Para ello emplearon una ingeniosa “tarea de  espera”: dijeron a cada cuidadora que el niño debía aguantar ocho minutos para  abrir un regalo que tenía al alcance y que estaba envuelto de forma muy  llamativa. Una tortura para la capacidad de resistencia al deseo de un niño.  Mientras, la cuidadora tenía que rellenar unos cuestionarios, tarea cuyo único  objetivo era que no pudiera estar totalmente concentrada en el niño. Se buscaba  reproducir el estrés que supone criar a los hijos, pues en la vida cotidiana,  muchas veces hay que estar pendiente de ellos a la vez que se hacen otras  tareas… Los investigadores observaban cómo se manejaba la madre en ese conflicto  de intereses, si era capaz de ayudar correctamente al niño para que no abriera  el regalo. En este caso, consideraban que el estilo de crianza que seguía ese  cuidador era bueno para el niño.

Luego, mediante resonancia magnética, comprobaron que los niños que habían  recibido una ayuda adecuada para no abrir el regalo tenían un hipocampo un 9,2%  mayor que los que no habían recibido una buena ayuda. Aunque la mayoría de los  cuidadores eran las madres biológicas, los autores del estudio opinaron que los  efectos positivos de una buena crianza en el cerebro del niño serían parecidos  aunque el cuidador principal fuera otra persona, como la madre adoptiva.

“Hay estudios con animales que confirman también que los que recibieron una  buena crianza de sus madres tienen menos déficits cognitivos cuando son  ancianos”, explica también Roser Nadal.

Los descubrimientos sobre el vínculo madre-hijo son diversos. “Hay células  del feto que se instalan en el cerebro de la madre durante el embarazo. Todavía  no sabemos por qué”, comenta Ibone Olza. Los científicos continúan rastreando  las claves neurocientíficas de la relación entre las madres y sus hijos.  Mientras, ellas hacen mil y un malabarismos para combinar la maternidad con los  demás aspectos de su vida. Los padres cada día intervienen más en la  responsabilidad de criar a los hijos, pero todos los expertos consultados para  este reportaje reclaman que la sociedad debería ayudar más a las madres. Por  mucho que avance la ciencia, “todavía ser madre es difícil”, indica Olza. “Pero  el vínculo –añade– entre una madre y su hijo es vital para la especie. La madre  tiene que estar rodeada de personas que la cuiden. Como dice un proverbio  africano, a un niño lo cría toda una tribu”.

Muchas madres se sienten culpables por no llegar a todo, por creer que, tal  vez, no están dando a sus hijos el tiempo y el amor que estos necesitan. “Aunque  es importante que estén tiempo con sus hijos –considera Enrique García  Bernardo–, lo fundamental para un buen apego es la calidad del tiempo. Que,  cuando una madre esté con su hijo, esté tranquila, disponible afectivamente y  disfrute con él. Estoy seguro de que si las madres pudieran dedicar a sus hijos  más cantidad y calidad de tiempo, la sociedad sería un lugar mejor”.

 

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Fuente: José Andrés Rodríguez – La Vanguardia

Adolescentes y la Fobia Social ¿de qué se trata?

cache_2409999735Todo el mundo piensa que ser adolescente significa disfrutar a pleno de la vida social. ¿Por qué no? Entre la escuela, las fiestas y todas las actividades con amigos, de seguro que hay mucha diversión. Sin embargo, no todos los adolescentes disfrutan al participar en los eventos sociales y hasta los rechazan. Algunos incluso sienten una profunda ansiedad de ser vistos en público en situaciones cotidianas. Aquí te cuento de qué se trata esta fobia social en los adolescentes.

Juliana recuerda que cuando tenía 16 años todo el mundo le decía que dejara de ser tan tímida. Ella era callada, más bien introvertida y odiaba, sobre todas las cosas, tener que pasar delante de mucha gente. Le daba vergüenza por ejemplo, subirse a un autobús (bus, colectivo, guagua, camión) urbano y tener que caminar por el pasillo para buscar un lugar. El sentir las miradas de la gente le producía mucha ansiedad hasta el punto de hacerla sudar y sonrojarse. Por eso, su mamá recuerda que siempre supo que lo de Juliana era mucho más que timidez. En el colegio no quería participar en actividades, como teatro o danza, por el miedo a exponerse en público y ser criticada. No le gustaba ir a fiestas porque le daba pánico no saber si la iban a sacar a bailar o no.

Fue entonces cuando decidieron buscar ayuda profesional y Juliana fue diagnosticada con fobia social. Hoy, ya varios años después, Juliana agradece a su mamá que la haya llevado a esa terapia, pues es abogada litigante y su trabajo le exige hablar en público.

Como Juliana, muchos adolescentes padecen de fobia social, la cual se define como una ansiedad intensa o un miedo persistente ante un objeto, una actividad o una situación social que se evade a toda costa para evitar el estrés. Hablar en público o iniciar una conversación son las principales situaciones de las que huyen los adolescentes.

Las estadísticas indican que el promedio de edad en el que se desarrollan los síntomas de la fobia social es entre los 11 y los 19 años, es decir, durante la adolescencia.

Para identificar si tienes fobia social o si tu hijo(a) adolescente la padece, presta atención a los siguientes síntomas:

  • Sentirse observado en situaciones sociales al punto de sentir      dolor de estómago, tener el pulso acelerado, marearse y llorar.
  • Sentirse cohibido (con timidez) cuando otros observan: pensar      que todos están juzgando lo que haces.
  • Tener un temor extremo de que otros te observen.
  • Temer al qué dirán los demás.
  • Evitar iniciar conversaciones con compañeros de la clase.
  • Sensaciones físicas como sonrojarse, palpitaciones, náusea,      sudor y sentirse humillado(a).

Si piensas que tu ansiedad ante situaciones sociales es extrema hasta el punto de interferir en tu vida diaria y tu bienestar emocional, puede que tengas fobia social. Para saber si es así, debes consultar con un especialista que puede recomendarte los dos tratamientos que hay para tratar este tipo de fobia: medicamentos y terapia psicológica o terapia de comportamiento.

Los medicamentos se pueden combinar con la terapia (es lo que generalmente se recomienda) y se ha comprobado que son efectivos para tratar y eliminar los síntomas de la fobia social. En los Estados Unidos, la Administración de Medicamentos y Alimentos (FDA) ha aprobado cuatro medicamentos específicamente para los casos de fobia social: Zoloft (Sertraline), Paxil (Paroxetine), Luvox (Fluvoxamine) y Effexor (Venlafaxine). Puede que en tu país existan con el mismo nombre o que tu médico te recomiende otros con ingredientes similares que sean igualmente efectivos (el ingrediente que se encuentra entre paréntesis es el ingrediente químico que es igual en todos los países).

Lo bueno de los medicamentos es que funcionan. Lo malo, es que sólo tratan los síntomas, en este caso no los curan y podrían causar algunos efectos secundarios. Por lo que, si se suspende su uso, los síntomas pueden regresar.  Por eso, la terapia psicológica o la terapia de comportamiento podría ser mejor a largo plazo si te funciona, ya que con algunos métodos podrías “entrenar” a tu cerebro para que le pierda miedo a las situaciones sociales que no podías enfrentar previamente.

De cualquier manera, el primer paso es identificar si padeces de fobia social para así poder tratarla y disfrutar de tu adolescencia a plenitud, (o ayudar a tu hijo(a) a   superarla).

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Fuente: (Doctora Aliza) – http://www.vidaysalud.com

desQbre – Salud Mental y Emocional en niños – Puntos Clave.

La salud de los niños frecuentemente nos hace pensar en su bienestar físico. «¿Son activos y tienen una buena forma física? ¿Se enferman con frecuencia?» Así como la salud física, la salud mental es igualmente importante. La ‘salud mental’ abarca nuestros sentimientos acerca de nosotros mismos y para con otras personas, y cómo lidiamos con la vida. La salud mental de los niños pequeños está relacionada con su desarrollo social y emocional. Tanto  los cuidadores y maestros como los familiares desempeñan un papel en estimular  la buena salud mental de los niños pequeños.

Para gozar de una buena salud mental, los niños pequeños necesitan:

  • lugares seguros donde vivir y jugar
  • la cantidad adecuada de alimentos saludables
  • amor, cariño y consuelo ofrecido por cuidadores y familiares
  • mucho tiempo para jugar activamente con otros niños
  • tiempo para relajarse y seguir sus propios intereses
  • cuidadores y maestros que den apoyo y ánimo
  • experiencias que los ayuden a sentirse confiados y capaces
  • tiempo para expresar y comprender sus propios sentimientos
  • guía y disciplina que sean firmes pero no muy severas

Un niño probablemente goza de una buena salud mental si usualmente:

  • parece sentirse seguro y cómodo en vez de tener miedo
  • manifiesta una variedad de sentimientos, tanto positivos como negativos
  • se interesa por el bienestar de otras personas y las trata con respeto
  • trata con bondad a los animales
  • puede recuperarse después de experimentar desilusiones o frustraciones
  • puede expresar el enojo sin lastimarse a sí mismo ni a otros
  • decide portarse de maneras seguras
  • llama la atención de maneras positivas
  • se defiende y no deja que otros lo traten injustamente
  • participa en actividades en casa y en la clase
  • está dispuesto a tener experiencias nuevas (intentar desarrollar actividades, probar alimentos, entablar amistad, etc.)
  • persiste cuando intenta hacer una tarea que lo desafía
  • puede expresar sus sentimientos con una persona de confianza, en vez de mantenerlos ‘encerrados’

Los factores que podrían contribuir a problemas de salud mental en niños incluyen los siguientes:

  • enfermedades o factores genéticos
  • exposición a plomo, mercurio u otras sustancias tóxicas en el ambiente
  • abuso o descuido
  • desastres naturales que  perturban la vida de la familia
  • exposición a violencia en la familia o la comunidad
  • dificultades relacionadas con la pobreza
  • problemas graves en la familia, entre ellos el divorcio o la muerte de un ser querido

Fuente: Proyecto Illinois Early Learning – http://illinoisearlylearning.org/tipsheets-sp/mental-essential-sp.htm

¡¡¡Mírame mama¡¡¡ – La Histeria en la infancia

 Aproximarnos hoy en día a la histeria es complejo, más si tenemos en cuenta la banalización, incluso el tono peyorativo, que la utilización del término ha sufrido a lo largo de los años, y «su expulsión» de los criterios diagnósticos psiquiátricos (a partir de la redacción del DSM-III, donde el término histérico, considerado «solo» como un cajón de sastre, se había sustituido por el de trastorno de conversión). Seguramente el carácter camaleónico que pueden presentar los síntomas histéricos habrá influido en ello, puesto que sus manifestaciones clínicas quedan dispersas en diferentes categorías diagnósticas. Pero lo cierto es que las conductas histéricas siguen presentándose en la clínica, aunque como ocurre en otras muchas enfermedades, con las características propias de los tiempos actuales. Síntomas puestos en el cuerpo que nos permitirán pensar no solo en las posibles conversiones sino en las somatizaciones, y poder reflexionar sobre si existen o no elementos comunes en ambas.

La sintomatología histérica es aparatosa y a menudo puede atraparnos, impidiendo que podamos ver más allá. En la clínica infanto-juvenil es frecuente encontrarnos con pacientes que presentan estas conductas, debido a su momento evolutivo, a la poca habilidad para regular sus emociones y, a menudo, a la necesidad de reclamar, como pueden, la mirada de sus adultos de referencia.

Cuando los padres nos describen las conductas de su hijo, es frecuente oírles decir: «Se pone histérico y no podemos calmarlo». Evidentemente éste no sería un síntoma de la patología histérica considerada como tal, pero sí nos acercaría a esa banalización que mencionábamos antes y, sobre todo, a una dificultad de los padres para captar el malestar interno de ese niño. Pueden caer, entonces, en una actitud peyorativa que lo acreciente. ¡Cuán importante es rescatar esos aspectos!, ocultos tras las conductas, para acercarnos al sufrimiento real del niño y no confundirnos, ni confundir a su entorno.

 

Históricamente la histeria ha sido el prototipo de las neurosis. Freud escribió y reflexionó mucho sobre ella, pero tardó en darse cuenta de que los traumas sexuales que sus pacientes adultas le describían, solo habían pasado en su fantasía. Cambió entonces su idea inicial, de una seducción traumática real, por la existencia de una fantasía inconsciente acerca de una seducción fantaseada en su realidad psíquica. Freud partió, para su estudio de la histeria, de su modelo de desarrollo psicosexual, y lo fundamentó en la existencia de conflictos intrapsíquicos, de tipo edípico o fálico que generaban ansiedades intolerables para el Yo. Consideró los síntomas histéricos como la consecuencia de conflictos en la resolución edípica, ligada a las vicisitudes del complejo de castración, y que se expresaban externamente, bien en el propio cuerpo, bien en el tipo de relación (patológica) que el paciente establecía con su entorno.

 

Psicoanalíticamente fueron descritas como «neurosis de transferencia», en oposición a las «neurosis narcisistas», llamadas también psicosis. Históricamente los casos descritos, por lo menos desde la perspectiva descriptiva y sintomática, incluían entre sus síntomas momentos delirantes o alucinatorios que les otorgaban un matiz psicótico o narcisista. Fue éste el motivo por el que durante un tiempo se habló de psicosis histéricas.

 

Para que se dieran estas circunstancias hacía falta un considerable grado de desarrollo del aparato psíquico, con buenos recursos yoicos y cierta capacidad de simbolización que facilitara la teatralización, como recurso para seducir, calmar angustias y reforzar el propio narcisismo.

 

Pero en realidad las manifestaciones histéricas disimularían una patología más profunda que hoy en día correspondería más al diagnóstico de patología borderline, cuyo inicio no siempre situaríamos en la edad cronológica a la que se refería Freud, sino en un momento evolutivo bastante anterior. La situación traumática que él referenciaba sexualmente, puede muy bien ser una situación traumática carencial primaria, lo que nos abre la puerta a la histeria infantil y éste es el aspecto que voy a desarrollar a partir de algunas viñetas clínicas.

 

Actualmente, y yo comparto este criterio, se entiende el desarrollo psicoemocional como un proceso de diferenciación.

 

A partir de un inicio indiferenciado que situaríamos en la etapa fetal, el individuo avanza por un camino que lo lleva al reconocimiento consciente y real de los otros, como individuos diferentes, con un pensamiento diferente.

 

La construcción de un self propio es una tarea compleja y a menudo se ve entorpecida, sobre todo en los momentos iniciales, por la aparición de ansiedades catastróficas que no pueden ser contenidas ni acompañadas por el entorno del niño.

Construir el self requiere ir incorporando nuevas capacidades evolutivas, tanto físicas como mentales. Esta construcción se va dando en un ir y venir, de lo ya conocido a lo nuevo, todavía desconocido pero que ya es posible.

Podemos pensar, por ejemplo, en lo que le sucede a un niño que empieza a caminar y que, en principio, está adquiriendo una nueva habilidad motora.

 

Evidentemente, ya posee el desarrollo muscular adecuado para hacerlo, pero debe superar también la inquietud que le despierta una situación tan distinta. Todas sus referencias cambian. De gatear, o estar sentado, a deambular, la percepción de su entorno es básicamente distinta y si la inquietud o miedo, en según qué casos, es excesivo puede llevarlo a demorar la utilización de una capacidad física que ya posee.

La confianza en sí mismo y la intervención de un entorno estimulante o el contrario, que lo deja a su aire, condicionará tanto la forma como el momento de ese aprendizaje. Las variantes son tantas como infantes y entornos, pero todas las situaciones tienen algunos aspectos en común: una nueva capacidad adquirida que genera un cambio, una vivencia inquietante ante ese cambio y un nivel individual de confianza en sí mismo.

 

Son, pues, momentos en los que el niño reajusta los esquemas evolutivos que había alcanzado, para poder incorporar las nuevas capacidades. En ese reajuste el niño pierde momentáneamente su seguridad. Pero tras ese ir y venir momentáneo, no exento de ansiedades importantes, presentes en todo momento de cambio, el niño dispone de nuevos recursos para seguir avanzando en su desarrollo. Sin embargo, este crecimiento nunca es lineal ni total, y a menudo observamos conductas y funcionamientos más infantiles de los que corresponderían si solo tuviéramos en cuenta su edad cronológica.

A partir de aquí, se nos hace evidente que el marco teórico referencial de cada clínico que describa la patología histérica lo llevará, no solo, a utilizar una u otra terminología, sino a una técnica terapéutica distinta. No es lo mismo situar su origen en fantasías traumáticas de tipo sexual, que hacerlo en situaciones traumáticas más iniciales, aquellas que pueden dificultar el desarrollo temprano del bebé y el establecimiento de vínculos con su entorno. Como tampoco situarlo, ¿por qué no? en traumas reales de tipo sexual, como los abusos.

Normalmente el paciente histérico niega los sentimientos de vacío, de exclusión y lo hace mediante la excitación, la euforia y una satisfacción narcisista infantil, pues conectar con ellos le supone la vivencia de ansiedades catastróficas. Posee un self frágil que se organiza defensivamente sobre ese narcisismo y suele comunicarse somáticamente.

Las comunicaciones somáticas suelen surgir cuando la persona no puede soportar ansiedades muy intensas y necesita expulsarlas, hacerlas desaparecer. La escritora S. Hustvedt (2009) investiga sobre esta relación cuerpo-mente, a partir de una dolorosa y enigmática vivencia personal: «la aparición de temblores» en un acto público, donde debía hablar de su padre, fallecido hacía poco, y que después se repitieron en otras circunstancias. Temblores a los que no hallaron ninguna causa física. Ella explora en profundidad y acompañada por diferentes especialistas diversas teorías médicas, neurológicas y psicológicas en un intento de hallar una respuesta a lo que le ocurre, y se va desplazando desde la conversión histérica a la epilepsia. También Bornstein (1946) había relacionado las dos patologías pero a partir del sonambulismo.

La lectura de ese libro me conectó con la vivencia de un paciente, al que atendí desde los cinco años hasta los catorce, y que a las pocas semanas de vida, después de diferentes ingresos por dificultades respiratorias, como consecuencia de una ingesta grave de meconio al nacer, presentó unas crisis diagnosticadas de epilepsia. Su madre explicaba una y otra vez, cómo ese «primer día» acudieron a urgencias y la echaron del box ante su insistencia de querer tomarlo en brazos. Ella había observado en su camino al hospital que cada vez que lo hacía y lo apretaba contra su pecho, el niño se calmaba y las crisis desaparecían. Con el tiempo perduraron en ese niño comportamientos fóbicos y temblores cuando se angustiaba.

 

Posiblemente sea difícil de verificar su relación, pero teniendo en cuenta que los fenómenos conversivos de la histeria pueden, en apariencia, asemejarse a los neurológicos, para mí existe una posibilidad más que razonable.

 

Ese niño era muy pequeño, pero lo cierto es que las ansiedades de separación, debidas a un ingreso prematuro y a una brusca separación de su madre, ya se habían instalado. Esas crisis parecían una descarga de su ansiedad, que se manifestaba corporalmente ante la situación traumática vivida y la imposibilidad de mentalizarla, pero ¿podrían considerarse el inicio de un camino hacia la conversión histérica o hacia posteriores somatizaciones?

 

F. Palacio Espasa y R. Dufour (1994) en su Diagnóstico Estructural en el niño, describen organizaciones psíquicas de tipo histérico con síntomas que se hallan al límite entre la conversión y la somatización.

Quizá puedan considerarse síntomas «prehistéricos» al no poseer todavía una representación simbólica. Pero si pensamos en la angustia puesta en el cuerpo, podemos también pensarlos como manifestaciones corporales, cuyo origen sería esos impactos sensoriales precoces, que al no poder ser mentalizados se expresan a través de lenguajes no verbales.

 

Cuando hablamos de considerar el origen de la histeria como un fracaso en el proceso de diferenciación, estamos planteando la existencia de un conflicto prematuro en el vínculo establecido entre madre e hijo que ha despertado una gran angustia, de la que el niño ha intentado protegerse. Una actividad defensiva más ligada a la vivencia traumática que supone «la pérdida» de la figura materna que a la represión de los instintos sexuales desplazados en sus progenitores, ante el sentimiento de exclusión de la triada.

 

Al no realizarse una buena diferenciación self-objeto, persiste en mayor o menor grado un tipo de relación simbiótico-adhesiva con la madre, lo cual nos indica que «el tercero» no ha podido entrar. El grado de esta persistencia determinará un funcionamiento histérico más cercano a la psicosis o a la neurosis.

Aunque en los adultos también encontramos núcleos indiferenciados bajo capas más evolucionadas, en el caso de los niños la situación se complica, pues evolutivamente, todavía están inmersos en ese proceso de diferenciación  y aunque el proceso no depende directamente de su edad cronológica, sí que debemos tenerla en cuenta, pues puede variar nuestro criterio diagnóstico.

O. Kernberg (1987)habla de la personalidad histérica como la continuación de lo que él define como las personalidades infantiles, histeroides o histriónicas. Según él los pacientes histéricos presentarían una organización neurótica de la personalidad, y las personalidades infantiles histeroides o histriónicas, una organización límite de la personalidad.

Veamos ahora una viñeta de una niña de siete años, por la que su familia consultó inicialmente porque presentaba una baja autoestima y un inicio de fracaso escolar, además de serias dificultades para relacionarse con sus compañeras de curso, si no era el centro de atención. Explicaban la tristeza de la niña por el retraso escolar, pero poco a poco fueron describiendo sus conductas: mentía, escondía cosas, somatizaba a veces, simulaba otras, y cuando la descubrían desplegaba un comportamiento seductor, basado en la indefensión, que los desesperaba porque no sabían cómo comportarse. Si la reñían el desespero aumentaba teatralmente y si no lo hacían persistía en su conducta. Cuando la situación se complicaba, la niña llamaba a un familiar para explicarle que la maltrataban, con lo cual la situación tomaba matices dramáticos.

La relación inicial con la madre había sido difícil e insatisfactoria para ambas. La madre por motivos laborales había estado ausente y la niña muy sola; el padre, prácticamente ausente hasta los dos años de la niña.

Se inició un tratamiento psicoterapéutico, en el que se puso en evidencia cómo la niña desplegaba todos sus encantos para seducir a la terapeuta. Normalmente dibujaba corazones y parejas de enamorados y «regalaba» esos dibujos a su terapeuta. Otras veces adoptaba una actitud de bebé en un intento de obtener caricias y besos. Entraba entonces en una rueda de excitación que no podía controlar. Cuando la terapeuta se lo señalaba, reaccionaba con patadas e insultos. Como suele ocurrir a menudo, las palabras de la terapeuta ejercían de «tercero», se colocaban entre las dos y no la dejaba soñar, viéndose obligada a salir de esa relación simbiótica e idílica fantaseada, donde todo ocurría según sus deseos. Muy a su pesar se evidenciaba la individualidad del otro y ella se sentía sola.

En cambio cuando la terapeuta callaba, esperando el desenlace de la situación, ella desplegaba más y más el papel de niña dulce y encantadora, pero la terapeuta se sentía cada vez más incómoda, inquieta, enfadada y «echada» de su tarea terapéutica.

Un día que no quería marcharse y la madre se retrasaba, apareció ese aspecto manipulador que la familia había referido. La terapeuta puso fin a la sesión y fue con ella a la sala de espera para esperar a la madre. No la dejó sola para no aumentar la ansiedad de separación.

Ella, cada vez más enfadada, tuvo que esperar no más de tres minutos, y cuando llamó la madre marchó sin decir nada. Al empezar a bajar la escalera, (la madre la esperaba abajo), empezó a llorar teatralmente y a gritos. La madre, que todavía no la veía, se inquietó y le preguntó qué le pasaba, a lo que la niña contestó, también a gritos, que la terapeuta le había dado un bofetón. Y seguramente así había sido en su fantasía, al no ceder a su deseo y dar por finalizada la sesión.

En estos pacientes, el principal reto del terapeuta es conectar con su verdadero drama, para entresacar de la puesta en escena histérica lo que es verdadero de lo falso. Ellos recurren defensivamente a la fantasía, intentando darle veracidad, pues prefieren la satisfacción fantaseada a la real no conseguida.

En estas situaciones es cuando el objeto terapéutico debe ser suficientemente permanente, coherente y honesto para no responder a las actuaciones, pero tampoco ignorarlas, y eso no es fácil. Contratransferencialmente no puede dejarse llevar por la irritación ni por la seducción, sino que es necesario acercarse a la indefensión y sufrimiento del paciente que solo encuentra esta vía de expresión. Pero no siempre es fácil de conseguir.

Los pacientes histéricos, hombres o mujeres, tienen generalmente, en común, una relación inicial con una madre conflictiva, invadida por su propia angustia, y con poca capacidad para conectar emocionalmente con ellos.

El niño interioriza una función materna poco contenedora e impregnada de angustia. A menudo algunas de las características personales de esas madres les dificultan tolerar su propia angustia y, entonces, transmiten al niño un sentimiento de catástrofe, sin reconocerlo conscientemente, puesto que para ellas no pasa nada. Sin intencionalidad, es cierto, pero lo que recibe el niño es un doble mensaje, al que debe de alguna manera adaptarse. Aquí se inicia ya una especie de «como sí» que puede derivar en un falso self.

Por otro lado, la figura paterna no ayuda a establecer una triangulación primaria, porque acostumbra a estar ausente emocionalmente, y mucho menos si coincide con una ausencia física. El niño queda entonces atrapado en esta relación simbiótica con la madre, relación real o fantaseada, pero ambivalente, y no puede hacer una buena identificación ni vinculación materna.

Al inicio comentábamos la posibilidad de desplegar un funcionamiento histérico a partir, no de una fantasía de abusos sino, de una vivencia real. Este fue el caso de una niña adoptada y que había sido abusada y prostituida en su país de origen. Cuando la vimos, ya púber, había desarrollado una gran facilidad para seducir al otro, pero no era consciente de ello y siempre se colocaba en situaciones ambiguas con los hombres, de las que después se asustaba y entonces se replegaba en casa, sin querer salir.

Los padres adoptivos refirieron un tratamiento médico como consecuencia de unas crisis convulsivas, que fueron diagnosticadas de epilepsia. Estuvieron presentes durante bastantes años de su niñez, hasta que remitieron sin más. Se manifestó entonces una anorexia nerviosa con vómitos recurrentes.

Vimos poco tiempo a esa paciente por un cambio de residencia, pero siempre mostró una gran necesidad de «ser mirada» física y emocionalmente. Sus ojos seductores buscaban la complicidad de los ojos de la terapeuta y a la par intentaban dominarla conduciendo su mirada donde ella quería. Era un lenguaje no verbal, siempre presente en las sesiones en las que solía mostrar un comportamiento muy infantil y necesitado. Su aspecto físico, su ropa, ocupaban gran parte de la temática verbal de las sesiones, pero era una manera de «mirar» hacia el exterior, hacia el disfraz que ocultaba su realidad, pues tanto la ropa como el pelo tapaban lesiones cutáneas importantes. Su cuerpo como depositario de lo no mentalizado, de lo no contenido, era también utilizado para reclamar la atención de los demás, que tanto necesitaba para sobrevivir. Accedió prematuramente a la sexualidad y buscaba en la erotización de sus relaciones un contacto sensorial que de bebé nunca tuvo, la reproducción de un vínculo, aunque fuera enfermizo.

En el niño pequeño la presencia de síntomas de conversión ha sido siempre un tema controvertido, a pesar de que Ana Freud (1926) relacionó ya la anorexia con la histeria al describir una anorexia histérica en una niña de veintisiete meses. En edades tempranas es más fácil observar rasgos de carácter histéricos (teatralización, seducción, dramatización) y sería en la pubertad y la adolescencia cuando se generalizaría claramente la descripción de la histeria como patología específica, sobre todo cuando el teórico la conceptualiza como un desplazamiento de la angustia reprimida de origen sexual, y no de un origen traumático carencial primario.

Otra de las dificultades actuales es la de diferenciar en la edad infantil los síntomas propiamente histéricos de los comportamientos histéricos, pero también dónde ubicar síntomas tales como la encopresis, los tics, la enuresis, la anorexia, las cefaleas, los dolores de barriga y muchos otros, dado que por el momento evolutivo podemos encontrarlos en otras patologías, induciendo a la confusión diagnóstica. ¿Hemos de considerarlos síntomas conversivos, o solo manifestaciones psicosomáticas? Realmente no existe un acuerdo.

La histeria «descendiente» de Freud contempla la conversión de un conflicto psíquico en una manifestación somática, con lo cual quedan afectadas las funciones sensoriales o motrices, pero preservándose la globalidad yoica. Desde este punto de vista los síntomas cumplirían esas premisas.

Pero en realidad creo que podemos hablar de un lenguaje a través del cuerpo. A veces con un contenido simbólico, otras como una manifestación de sensaciones vividas y registradas en el cuerpo, pero no mentalizadas y que no tienen otro medio de expresión.

Referencias bibliográficas

Ramos, J. (Compilador) (2010), «Aproximaciones contemporáneas a la histeria», en

Cuadernos de salud mental del 12, Madrid, Eride.

 Cramer, B. (1977), «Vicisitudes de l’investissement du corps symptômes de conversion en période pubertaire», en

La psychiatrie de l’enfant, XX, 1, 1977.

Freud, A. (1926), «An hysterical Symptom in a child of two years and three months old»,

International Journal of Psycho-analysis, núm.7.

Hernández, V. (2004), «La vertiente psicótica de la histeria»,Anuario Ibérico de Psicoanálisis, vol. VIII-IX. Hustvedt, S. (2009),

La mujer temblorosa, Barcelona, Editorial Anagrama, 2010. Kernberg, O. (1987),

Trastornos graves de la personalidad, Mexico, Editorial Manual Moderno. Tizón, J. (2000),

La histeria como organización o estructura relacional desde la psicopatología psicoanalítica (material policopiado), SEP, Barcelona.

Fuente: «Temas de Psicoanálisis» – Revista de la Sociedad Española de Psicoanálisis – (Montserrat Guàrdia) –  http://www.temasdepsicoanalisis.org/%e2%80%9c%c2%a1mirame%e2%80%9d-entresijos-de-la-histeria-en-la-infancia/